sábado, 4 de noviembre de 2017

Biblioteca Febres Cordero 39 aniversario


Fueron muchos los estudiantes o profesionales, entre los cuales me cuento, que pasamos largos días e incluso meses, bajo los corredores de la vieja casona del Parque La Isla, hurgando en los papeles de Don Tulio, para extraer el dato o información que necesitábamos para nuestra investigación.
Cual más su tesis de pregrado o postgrado, cual menos un artículo o la tarea inmediata o quizás sólo la paz y el silencio necesario para estudiar; eran los motivos que impulsaban nuestros pasos a la vieja casona, suerte de repositorio de la memoria regional y nacional, donde se respiraba un hálito a sagrado templo de la sabiduría. 
Son recuerdos que pocos estudiantes, profesores o investigadores
olvidarán. Bastaba traspasar el umbral del portón para encontrarse en otro mundo. Bajo su techo y en sus amplios corredores, donde el viento y el frío convivían felices todo el año, estaban instaladas las mesas y sillas de pesada madera, donde pasábamos interminables horas, acompañados por el murmullo del viento al pasar por entre las hojas de los árboles cercanos, y que en ocasiones barría con nuestros papeles de la mesa, haciéndonos corretear por los corredores tras ellos. ¿Quiénes no recuerdan las esporádicas risas de los niños que jugaban en el parque, el canto de los pájaros, de los grillos, o el chirriar de una que otra chicharra anunciando lluvia bajo la modorra del mediodía?

Seguramente que una buena cantidad de profesionales recordarán las largas horas de estudio pasadas, sillita plegable incluida, en los pasillos de la vieja casona. La ocasional visita al  cafetín del Cidiat para tomar un tentempié y volver a enfrascarse en la repetición interminable de la lección de derecho romano, o la ocasional pausa para intercambiar información con el compañero que estudia más allá o la vecina de la otra mesa. Sin duda que una gran cantidad de abogados de los que hoy son litigantes, funcionarios del tribunal o políticos de oficio, pasaron sus buenos años, trasponiendo los espacios de la Biblioteca Febres Cordero, División de la Biblioteca Nacional en Mérida.
¿Cuántos investigadores, profesores universitarios, escritores y estudiantes deben la consecución de sus metas de estudio, llámese tarea, monografía, examen o tesis, al tesoro que dejó Don Tulio, a la generosidad de la sucesión Febres Cordero y al cuidado, organización y preservación de la Biblioteca Nacional?
Y cuando a la institución le tocó trasmutar espacios porque la solariega casona, pequeña y húmeda no podía seguir albergando la valiosa colección ¿Cuántas de esas personas siguieron a los queridos papeles de Tulio Febres a la calurosa sede del edificio El Fortín frente a la Plaza Bolívar donde se asentó desde 1995? 
El cambio no fue fácil, ni había comparación alguna entre ambos lugares. El nuevo edificio, suerte de caja de concreto, está pleno de otros elementos menos consustanciados con un consagrado templo al conocimiento: calor, ruidos atorrantes de bocinas, vallenatos, gritos, pitos de fiscales, vallenatos, voceadores de dulces, vallenatos, tambores de San Benito, vallenatos, etc. El frente de la institución ostenta un rostro igual, parecido o peor muy propio de los tiempos que corren y describir, en ciertas circunstancias, duele… angustia… decepciona… y sin embargo fue el mejor espacio que la ciudad y sus gobernantes encontraron para la biblioteca de Don Tulio. 

La Colección Febres Cordero agradecida se multiplicó en prestación de servicios, se tecnificó, engalanó sus espacios para atraer la mirada hacia sí y a su colección, produjo obras para incentivar su consulta mediante artículos, programas de radio, libros, calendarios y exposiciones; para continuar enamorando a la ciudad que la vió nacer, crecer, transformarse, madurar y evolucionar con su pesada herencia de seis siglos, y entonces uno se pregunta, en 39 años que cumple el 4 de noviembre de este año ¿Cuantos más habrá de sobrevivir teniendo en su contra hasta el cambio climático?